Marcela Ternavasio es profesora de Historia en la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario.
¿Cómo empieza su día? ¿Tiene una rutina matinal?
Mi día comienza muy temprano, tomando mate (el equipo de mate lo llevo a cualquier ciudad del mundo, aunque el viaje sólo dure un par de días), continúa con caminata combinada con ejercicios o clases de Pilates, y luego lectura rápida de los periódicos, ya sea en versión impresa o por internet.
¿En qué hora del día siente que trabaja mejor? ¿Tiene algún ritual de preparación para la escritura?
Soy básicamente diurna. Nunca pude trabajar de noche. Mi día laboral se inicia alrededor de las 10 de la mañana y se prolonga, según las actividades que deba realizar, hasta las 20 o 21 hs. Como soy historiadora, parte de nuestra tarea transcurre en archivos y bibliotecas, dictando clases en la Universidad (una o dos veces por semana en horarios de la tarde), en reuniones de trabajo o viajes académicos. No obstante, le dedico una buena porción de mi tiempo a escribir y, en este sentido, soy muy rutinaria con los rituales de escritura. Los trabajos importantes los escribo en mi estudio que actualmente lo tengo en mi casa; pero por un largo período – cuando mis hijas eran pequeñas – lo tuve en un departamento cercano a mi domicilio donde tenía todos mis papeles de archivo y parte de la biblioteca. Allí me aíslo del mundo, procurando no ser invadida por la cotidianeidad. Intento responder los correos electrónicos antes de comenzar a trabajar y no participo de ninguna de las redes sociales que circulan. Es una rutina que asumo con mucho deleite.
¿Escribe un poco todos los días o en períodos concentrados? ¿Tiene una meta de escritura diaria?
Por lo general escribo todos los días, aunque la distribución del tiempo destinado a la lectura o a la escritura depende de la etapa en la que me encuentre en el curso de la investigación. De cualquier manera, tengo mucha continuidad en la escritura y suelo hacerlo también los fines de semana si estoy muy entusiasmada con lo que tengo entre manos. Soy capaz de postergar programas interesantes, vinculados al ocio, si me siento atrapada por la trama que intento narrar. No tengo (ni nunca tuve) una meta de escritura diaria, pero sí la necesidad de no discontinuarla. Escribir un texto, cualquiera sea la disciplina o su extensión, implica releer todo el tiempo lo ya escrito en los días anteriores para no perder el hilo de “la idea” que uno quiere plasmar, aunque esa idea vaya mutando en el proceso de escritura. Quiero decir que es en el acto mismo de escribir donde se producen las mejores ideas, más allá de que en el punto de partida tengamos un conjunto de hipótesis, estrategias narrativas y resultados provisorios a los que suponemos queremos arribar. El desafío es siempre encontrar el tono para relatar una historia. Si como dijo el escritor argentino Ricardo Piglia en un diálogo con historiadores, el tono “es la relación que el narrador tiene con la historia que está contando” y el objetivo es “tratar de contar historias que los lectores no hayan vivido”, nuestra tarea es precisamente trabajar en esa doble dimensión. A saber, la de transmitir conocimiento con todas las reglas del oficio sin convertir esa transmisión en un trabajo mecánico en el que desaparece la voz (el tono) del historiador.
¿Cómo es su proceso de escritura? Una vez que haya compilado suficientes notas, ¿es difícil empezar? ¿Cómo se mueve de la investigación a la escritura?
En realidad, cuando los historiadores trabajamos con las fuentes primarias y secundarias se nos van ocurriendo ideas, de las que vamos tomando notas, a medida que “fichamos” en nuestros papeles u ordenadores los datos más relevantes que surgen de las fuentes relevadas. Pero nuestra mayor apuesta consiste en diseñar buenas preguntas para hacerle a los documentos del pasado. Dichos documentos no hablan por sí mismos. Si carecemos de preguntas fértiles, el encuentro con el archivo puede resultar un verdadero desencuentro. El mito de descubrir “el documento” iluminador es sólo eso, un mito, que si uno lo toma demasiado en serio suele derivar en una experiencia sumamente angustiante. Las preguntas surgen, por lo general, de una inquietud o insatisfacción frente a las respuestas que la historiografía ha dado sobre los problemas que enfrentaron los actores del pasado. Percibir y definir esos problemas (muchas veces naturalizados en la literatura especializada) constituye el punto de partida de toda investigación. Y para poder definirlos es preciso, primero, buscar las pistas que provee la bibliografía como asimismo las que proceden de otras disciplinas afines. A veces, las pistas para formular preguntas son muy azarosas y podemos encontrarlas en un libro de literatura, de filosofía o en un pasaje mínimo de un texto inteligente. En todo ese largo proceso, en mi caso particular suele aparecer una cierta ansiedad por pasar al momento de la escritura de resultados. No me resulta difícil hacer ese pasaje. Por el contrario, tengo que luchar por frenarlo o postergarlo para no dar pasos en falso y dejar huecos insalvables. Los huecos siempre aparecen y se resuelven sobre la marcha. Lo que puede resultar más complicado es dejarse ganar por esa ansiedad y comenzar a escribir cuando las ideas y el soporte empírico no están todavía maduros.
¿Cómo maneja las trabas de la escritura, como la postergación constante, el miedo de no corresponder a las expectativas y la ansiedad de trabajar en proyectos largos?
Depende del tipo de postergaciones. Si estoy embarcada en alguna tarea estimulante (dictado de cursos intensivos, seminarios de discusión, trabajos de extensión, proyectos en equipo o viajes interesantes) no me perturba. Si, por el contrario, lo que posterga la escritura son tareas de tipo burocrático suelo vivirlo con mucho fastidio. Pero debo confesar que tengo una situación bastante privilegiada por tener una carrera dedicada a la investigación académica que no se ve seriamente afectada por interrupciones. Respecto del miedo de no corresponder a las expectativas, distinguiría las expectativas que tenemos sobre nosotros mismos de las que suponemos o imaginamos que los demás tienen sobre nuestro trabajo. La segunda dimensión va creciendo con los años, cuando advertimos que dejamos de ser “jóvenes investigadores” para pasar a ocupar un lugar que no nos propusimos de antemano pero en el que la propia comunidad de pares nos coloca. Pero, como sabemos, la más complicada puede ser la primera dimensión. Una desmedida autoexigencia suele derivar en un obstáculo, en algunos casos insalvable, o cuanto menos tortuoso. Por fortuna, en mi caso, la autoexigencia está más vinculada con la idea de un trabajo sistemático que me produce mucho placer hacerlo y que nunca se propuso revolucionar el campo. Por el contrario, siempre siento que mi aporte es modesto y tal vez por ello el miedo a las expectativas creadas sobre mi propia escritura nunca se convirtió en una traba. Y los proyectos de largo alcance, como las investigaciones que culminan en un libro, son los que más me atrapan. Cuando comienzo a escribir un libro me gana la ansiedad, no por terminarlo sino por escribirlo, por encontrar el tono, la estrategia narrativa, el modo de ordenar, clasificar, dosificar y sacrificar los innumerables materiales que tengo en mano para convertirlos en una trama que plantee problemas y que a la vez resulte atractiva. En fin, me resulta una tarea apasionante. Por tal razón, cuando termino un libro siento un gran vacío hasta que me embarco en un nuevo proyecto de largo plazo.
¿Cuántas veces revisa sus textos antes de sentir que están listos? ¿Usted muestra sus trabajos para otras personas antes de publicarlos?
Los reviso muchísimas veces y nunca son suficientes. Además, escribo revisando siempre sobre la marcha. Hasta no encontrar que el párrafo dice lo que quiero decir y de la manera como lo quiero decir no lo suelto. Y, como suele ocurrir, muchas veces ese párrafo desaparece del texto final. Pero no logro continuar si lo que precede no tiene, al menos de manera provisoria, un formato que me deje conforme. Trato de tener la lectura previa de algunos colegas (no más de dos, por lo general) a sabiendas que resulta una carga adicional para quienes están ya muy desbordados de obligaciones. Y el momento que más disfruto de la escritura es el de las revisiones y correcciones finales del texto, antes de ser entregado para la publicación. Además de constatar la coherencia argumental, los detalles de la información o que no queden cabos sueltos, me obsesiono con la introducción y el epílogo. Sobre todo si se trata de un libro. La apuesta es ganar contundencia en la apertura, sin que esa contundencia borre los matices, y cerrar con una reflexión abierta hacia delante que no clausure sino que oxigene el texto. En definitiva, es el momento de descubrir si encontré el tono que deseo para contar esa historia.
¿Cómo es su relación con la tecnología? ¿Usted escribe sus primeros borradores a mano o en la computadora?
Mi relación con la tecnología es absolutamente instrumental. Nunca escribí a mano. Nunca pude “pensar a mano”. Comencé mi carrera con la clásica máquina de escribir: allí hacía los borradores y luego los “pasaba en limpio”. Por eso el tránsito a la computadora fue muy amable, aunque haya padecido al comienzo la pérdida irremediable de documentos. De manera que no podría vivir sin una computadora aunque sólo use de ella una mínima parte de sus potencialidades, entre las que cabe destacar la revolución que implicó el acceso a bibliografía y fuentes documentales online.
¿De dónde vienen sus ideas? ¿Hay un conjunto de hábitos que usted cultiva para mantenerse creativo?
No hay muchos secretos para eso. Las ideas vienen del recorrido que hemos realizado sobre otros textos, de la “cultura de la conversación” con colegas de distintas disciplinas y latitudes, y de la capacidad – diría la paciencia – de pensar con tranquilidad los problemas que tenemos en mano. Si bien cultivar el sentido creativo en el campo historiográfico tiene siempre el límite de la propia disciplina, hay un abanico muy amplio para moverse dentro de esos límites si estamos dispuestos a no caer en el espacio de confort que supone cumplir con las reglas del oficio y con las que la comunidad académica exige (cada vez más) para “estar en carrera”. La profesionalización de nuestras disciplinas ha traído muchas ventajas pero también muchos riesgos. Uno de ellos es encerrarnos endogámicamente en nuestros objetos de estudio y no ampliar nuestro universo de lecturas y de curiosidad hacia temas que están alejados de lo que estamos investigando. Otro riesgo es no darse espacio para concebir productos que quedan fuera del estándar evaluativo cada vez más globalizado. Un ejemplo, en este sentido, es el formato libro, escasamente valorado en nuestros sistemas de investigación. Lanzarse a la aventura de escribir un libro completamente nuevo, que no haya sido precedido por la publicación de “adelantos” en revistas científicas para cumplir con la “patria evaluadora”, es una decisión individual que requiere sacrificar la ambición de ascender en las clásicas categorías que clasifican y califican nuestro trabajo. Poder tomar esta decisión en pos del “deseo del libro” es, en suma, muy liberador.
¿Qué cree que ha cambiado en su proceso de escritura a lo largo de los años? ¿Qué se diría a si misma si pudiera volver a la escritura de su tesis?
Creo que lo que ha ido cambiando es la capacidad de tenerme paciencia para encontrar el tono al que hacía antes referencia. Y no reniego de la escritura de mi tesis, luego convertida en mi primer libro. Me sigo sintiendo cómoda con ella, porque es lo que pude escribir en aquel momento, y no me despierta vergüenza volver a leerla si me mantengo en esa clave. Tal vez sea demasiado condescendiente conmigo misma.
¿Qué proyecto le gustaría hacer, pero todavía no ha comenzado? ¿Qué libro le gustaría leer y todavía no existe?
Me gustaría escribir un libro de historia política de comienzos del siglo XIX en tiempo presente, evitando la ilusión retrospectiva del final que ya conocemos; un libro que pueda transmitir el suspenso que, como en una película de la que ya sabemos su desenlace, emana igualmente de las escenas que representan los actores. En ese proyecto estoy actualmente embarcada. Y sería muy soberbia si dijera qué libro que aún no existe me gustaría leer cuando hay infinidad que nunca leí y nunca podré leer.